SOBREPROTECCIÓN

Hoy una entrevista en un diario local al pedagogo Francesco Tonucci, que habla sobre el daño que hace la sobreprotección a los niños, me ha hecho recordar que hay una ciudad italiana que siguiendo sus recomendaciones, ha marcado las vías y calles que conducen a los colegios, por las que los niños pueden ir solos sin necesidad de que les acompañen. Al ser unas calles señaladas, los niños de distintas edades se encuentran y finalmente, no van solos. También hay comercios en esas rutas que tienen una pegatina (creo que un osito) por la que los niños saben que pueden entrar y pedir ayuda si les pasa algo, o que les dejarán llamar por teléfono si lo necesitan.
Ir al colegio solos les da a los niños un espacio de autonomía, pero en estas ciudades tan motorizadas y tan grandes en las que vivimos, es difícil que unos padres dejen que los niños vayan solos. No todas las familias tienen la suerte de tener la escuela no muy lejos o a la distancia razonable como en la que vivo yo, y el uso del coche se ha generalizado. Hemos convertido nuestras ciudades en monstruos, donde vivimos muchas personas, pero todos aislados. Las rutas de la ciudad de Tonucci, pensadas para que los niños lleguen sin sus padres al cole (pero no solos porque están sus compañeros y compañeros mayores o más pequeños), convierten la ciudad en una comunidad segura. Todos los adultos son responsables de la seguridad de los niños y éstos pueden entonces, disfrutar de ese espacio en la que el padre o la madre y sus normas no están siempre presentes.
Es cierto también lo que dice Tonucci en la entrevista: que a los padres nos ha dado en nuestra generación un ataque de sobreprotección a los niños que en Europa, no se corresponde con el peligro real. Pensamos que los niños no serán capaces de mirar antes de cruzar, o pararse en un semáforo, o que no serán capaces de decirle no al caramelo que les ofrece un extraño. Los niños lo perciben, porque cuando le digo a mi hijo "a tu edad ya hacía eso yo sola desde hacía tiempo", él me contesta que eran otros tiempos...
Fotografía de Andy Prokh
Hablando de caramelos de extraños, a mí me sucedió lo que temen los padres con sus hijas. Cuando tenía 5 años un pederasta me engañó cuando jugaba en la calle. Me salvó que una amiga del barrio que era mayor que yo, que viendo que era raro que me hubiera llevado un extraño, avisó a mi madre. Los gritos de mi madre me salvaron de que el abuso llegara a algo más que tocamientos.
 Pero lo peor pasó cuando tenía 14. Viajé un verano a Canadá a casa de mi tía, una hermana de mi madre que había emigrado a Montreal. Me llevaron de vacaciones a una playa de Estados Unidos y me iba a dar largos paseos con el marido de mi tía. Allí, y alejados de la gente y de los salvavidas, mi tío quiso abusar de mí. Eso sí que fue traumático, no por lo que intentó hacerme, sino por la traición de la confianza. Quizá un niño pueda soportar algunas cosas, pero lo verdaderamente traumático es que abusen aquellos en los que ha depositado su confianza. Hay que decir, no obstante, que el trauma se diluyó gracias a que afortunadamente tenía que volver a casa y Mallorca está muy lejos de Montreal...

A veces me he preguntado porqué yo, que sí que viví los peligros, no soy una madre sobreprotectora. Quizá porque aprendí con lo que me pasó, que hay personas de las que no puedes fiarte, pero que el mundo no se compone sólo de esas personas. Siempre puedes volver a casa, y tu madre te espera para consolarte. Y porque se pueden desarrollar recursos de autoprotección y de demanda de ayuda.

Por eso es que pienso que más que sobreproteger a los niños, deberíamos crear comunidades seguras donde los niños puedan desarrollar su autonomía sin la omnipresencia asfixiante de los padres.



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